Las últimas miradas
El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio, se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce "Los amantes" de Picasso, pero más allá donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.
Enrique Anderson Imbert.
El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio, se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce "Los amantes" de Picasso, pero más allá donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.
Enrique Anderson Imbert.
El fin
El profesor Jones venía trabajando en la teoría del tiempo desde hacía varios años.
- Encontré la ecuación clave – le dijo un día a su hija – El Tiempo es un campo. Esta máquina que yo construí puede manipular, hasta invertir, ese campo.
Oprimiendo un botón mientras hablaba, continuó: - Esto hará que el tiempo camine para atrás para camine tiempo el que hará Esto: - Continuó, hablaba mientras botón un Oprimiendo.
- Campo ese, invertir hasta, manipular puede construí yo que máquina Esta. Campo un es Tiempo El. – Hija su a día un dijo le – Clave ecuación la Encontré -.
Años varios hacía desde tiempo del teoría la en trabajando venía Jones profesor El.
Fredric Brown.
“En frasco chico”. Editorial Colihue.
El profesor Jones venía trabajando en la teoría del tiempo desde hacía varios años.
- Encontré la ecuación clave – le dijo un día a su hija – El Tiempo es un campo. Esta máquina que yo construí puede manipular, hasta invertir, ese campo.
Oprimiendo un botón mientras hablaba, continuó: - Esto hará que el tiempo camine para atrás para camine tiempo el que hará Esto: - Continuó, hablaba mientras botón un Oprimiendo.
- Campo ese, invertir hasta, manipular puede construí yo que máquina Esta. Campo un es Tiempo El. – Hija su a día un dijo le – Clave ecuación la Encontré -.
Años varios hacía desde tiempo del teoría la en trabajando venía Jones profesor El.
Fredric Brown.
“En frasco chico”. Editorial Colihue.
Termidor
La conspiración para terminar con la ola de violencia ha sido descubierta. Después de un juicio sumarísimo, me espera la guillotina. El populacho enardecido, grita y apedrea la carreta en que, atado de manos, soy conducido al cadalso. El rugido que percibo es semejante al de un gran bosque sacudido por la tempestad, como si se hermanaran las furias del cielo y de la tierra. Me vendan los ojos y el verdugo me hace arrodillar. Apenas, entre el batir de los tambores, puedo oír el ruido seco y silbante de la cuchilla que cae sobre mi cuello. Mi cabeza rueda debajo de la cama. Mi esposa enciende la lámpara en la mesita de noche y, sin poder dominarse, grita, grita, presa de terror infinito. Mi sueño ha terminado.
José Rafael Bienio P.
El libro de la imaginación - Editorial Fondo de Cultura Económica
Sueño
Despierta empapado en transpiración y con el corazón desbocado. Acaba de tener un sueño espantoso. Soñó que la muerte llamaba a su puerta. Todavía aterrado y temblando camina hacia la cocina, abre la heladera y se sirve un vaso de agua. Agradece el haber despertado.
En ese momento alguien llama a su puerta.
El libro de la imaginación - Editorial Fondo de Cultura Económica
Sueño
Despierta empapado en transpiración y con el corazón desbocado. Acaba de tener un sueño espantoso. Soñó que la muerte llamaba a su puerta. Todavía aterrado y temblando camina hacia la cocina, abre la heladera y se sirve un vaso de agua. Agradece el haber despertado.
En ese momento alguien llama a su puerta.
Antonio Cruz.
Tío Elías y otros cuentos - Editorial del autor
Emboscada
En cuanto la vi, supe que estaba muerta.
Cuando nuestros ojos se cruzaron sentí un extraño escalofrío pero sacudí mi temor y avancé entre el gentío. Era imposible que ella supiera de mí.
Caminó hacia la estación de trenes y sentí que el momento había llegado. Apreté el cuchillo y apuré la marcha. Cruzó el molinete del otro lado de los rieles y se perdió en la esquina. Corrí.
Al doblar la esquina me detuve con sorpresa y terror. Con una sonrisa sardónica y una luz cruel en la mirada me observaba por encima del caño de la pistola.
Cuando comenzó a mover el dedo en el gatillo supe que mi corazonada era cierta.
Yo ya estaba muerta.
En cuanto la vi, supe que estaba muerta.
Cuando nuestros ojos se cruzaron sentí un extraño escalofrío pero sacudí mi temor y avancé entre el gentío. Era imposible que ella supiera de mí.
Caminó hacia la estación de trenes y sentí que el momento había llegado. Apreté el cuchillo y apuré la marcha. Cruzó el molinete del otro lado de los rieles y se perdió en la esquina. Corrí.
Al doblar la esquina me detuve con sorpresa y terror. Con una sonrisa sardónica y una luz cruel en la mirada me observaba por encima del caño de la pistola.
Cuando comenzó a mover el dedo en el gatillo supe que mi corazonada era cierta.
Yo ya estaba muerta.
Antonio Cruz.
Tío Elías y otros cuentos - Editorial del autor
Tema para un tapiz
El general tiene sólo ochenta hombres y el enemigo cinco mil. En su tienda el general blasfema y llora. Entonces escribe una proclama inspirada, que palomas mensajeras derraman sobre el campamento enemigo. Doscientos infantes se pasan al general. Sigue una escaramuza que el general gana fácilmente, y dos regimientos se pasan a su bando. Tres días después el enemigo tiene sólo ochenta hombres y el general cinco mil. Entonces el general escribe otra proclama, y setenta y nueve hombres se pasan a su bando. Sólo queda un enemigo, rodeado por el ejército del general que espera en silencio. Transcurre la noche y el enemigo no se ha pasado a su bando. El general blasfema y llora en su tienda. Al alba el enemigo desenvaina lentamente la espada y avanza hacia la tienda del general. Entra y lo mira. El ejército del general se desbanda. Sale el sol.
Julio Cortázar
El general tiene sólo ochenta hombres y el enemigo cinco mil. En su tienda el general blasfema y llora. Entonces escribe una proclama inspirada, que palomas mensajeras derraman sobre el campamento enemigo. Doscientos infantes se pasan al general. Sigue una escaramuza que el general gana fácilmente, y dos regimientos se pasan a su bando. Tres días después el enemigo tiene sólo ochenta hombres y el general cinco mil. Entonces el general escribe otra proclama, y setenta y nueve hombres se pasan a su bando. Sólo queda un enemigo, rodeado por el ejército del general que espera en silencio. Transcurre la noche y el enemigo no se ha pasado a su bando. El general blasfema y llora en su tienda. Al alba el enemigo desenvaina lentamente la espada y avanza hacia la tienda del general. Entra y lo mira. El ejército del general se desbanda. Sale el sol.
Julio Cortázar
Ensimismamiento
A la hora del cofee-break bajé a la cafetería de la planta, pedí un café. Estaba cansado de la rutina y de mi trabajo, tenía que descansar.
Mientras sorbía lentamente mi café me puse a observar una pintura marina, bastante mala, que colgaba de la pared.
Pensé en Acapulco, en el mar, puestas de sol, Puerto Escondido, me iba absorbiendo cada vez más y más.
Salí de este ensimismamiento cuando una ola mojó mis pies.
A la hora del cofee-break bajé a la cafetería de la planta, pedí un café. Estaba cansado de la rutina y de mi trabajo, tenía que descansar.
Mientras sorbía lentamente mi café me puse a observar una pintura marina, bastante mala, que colgaba de la pared.
Pensé en Acapulco, en el mar, puestas de sol, Puerto Escondido, me iba absorbiendo cada vez más y más.
Salí de este ensimismamiento cuando una ola mojó mis pies.
Abraham Dantus B.
El libro de la imaginación - Editorial Fondo de Cultura Económica
El reencuentro
Perdoname mi entrada por sorpresa, no tenía cómo comunicarme. Pero una circunstancia no iba a frustrar lo nuestro. Teníamos planes, sueños, es cuestión de adecuarlos y continuarlos. Mirá hoy, charlamos como en los viejos tiempos. Fue una noche hermosa, quién diría, tan pacífica, a pesar de la multitud. Se pierde la sensación del tiempo. Lo que llama la atención es la cantidad de perros sueltos.
Todavía es apresurado pensar en quedarme, aunque quisiera, pero quién sabe cómo lo tomarán acá. Así que hoy tenemos que despedirnos. El sábado hay luna llena, podríamos salir a caminar un poco. Hasta entonces, querida. No hace falta que me acompañes, yo cierro.
El hombre le dio un beso, cerró, tomó la pala y volvió a tapar la fosa.
Perdoname mi entrada por sorpresa, no tenía cómo comunicarme. Pero una circunstancia no iba a frustrar lo nuestro. Teníamos planes, sueños, es cuestión de adecuarlos y continuarlos. Mirá hoy, charlamos como en los viejos tiempos. Fue una noche hermosa, quién diría, tan pacífica, a pesar de la multitud. Se pierde la sensación del tiempo. Lo que llama la atención es la cantidad de perros sueltos.
Todavía es apresurado pensar en quedarme, aunque quisiera, pero quién sabe cómo lo tomarán acá. Así que hoy tenemos que despedirnos. El sábado hay luna llena, podríamos salir a caminar un poco. Hasta entonces, querida. No hace falta que me acompañes, yo cierro.
El hombre le dio un beso, cerró, tomó la pala y volvió a tapar la fosa.
Carlos Adalberto Fernández.
Un cuento de amor
Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. Él- es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un sólo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa, y, de dos mordidas, se la comió.
Un cuento de amor
Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. Él- es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un sólo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa, y, de dos mordidas, se la comió.
Marcial Fernández.
FX
- ¿Qué diablos eran esas cosas?- dijo mamá cuando la primera bandada negra impactó contra el parabrisas del auto.
- No sé… - dijo papá un segundo antes que lo atravesase un aguijón gigante.
Mis manos y brazos y parte de mi cara se disolvieron en un ácido espeso que salió de las fauces de una especie de dragón; y que derritió, también, todo el asiento trasero y el baúl.
Estas películas del autocine son cada vez más reales…
- ¿Qué diablos eran esas cosas?- dijo mamá cuando la primera bandada negra impactó contra el parabrisas del auto.
- No sé… - dijo papá un segundo antes que lo atravesase un aguijón gigante.
Mis manos y brazos y parte de mi cara se disolvieron en un ácido espeso que salió de las fauces de una especie de dragón; y que derritió, también, todo el asiento trasero y el baúl.
Estas películas del autocine son cada vez más reales…
Daniel Frini
El cuento soñado
¿…Y si, como yo soñé haber escrito este cuento, quien lo lee ahora simplemente sueña que no lo lee?
¿…Y si, como yo soñé haber escrito este cuento, quien lo lee ahora simplemente sueña que no lo lee?
Álvaro Menén Desleal. El libro de la imaginación - Editorial Fondo de Cultura Económica
Evocación
Aquella tarde la vi; han sido dos o tres veces quizá después de que nos separamos. Ocho años anduvimos juntos. ¡Y qué bien me acuerdo lo de la primera vez! Desde entonces me abandoné a su capricho: no pude manejarla. Pero con todo y eso era buena, nunca me dio dolores de cabeza. Con estar abastecida y tener sus menjunjes cotidianos a tiempo estaba satisfecha. Pero como todo tiene su fin, nos aburrimos y cada quien se fue por su lado llegado el momento. Me dolió la facilidad con que encontró nuevo dueño, casi al despedirnos…
Cuando nos hemos encontrado, siento que no me mira. Ha cambiado algo: se ve un tanto descolorida; por fin le enderezaron el trasero, y hasta le han puesto parrilla. El número de matricula es el mismo…
Aquella tarde la vi; han sido dos o tres veces quizá después de que nos separamos. Ocho años anduvimos juntos. ¡Y qué bien me acuerdo lo de la primera vez! Desde entonces me abandoné a su capricho: no pude manejarla. Pero con todo y eso era buena, nunca me dio dolores de cabeza. Con estar abastecida y tener sus menjunjes cotidianos a tiempo estaba satisfecha. Pero como todo tiene su fin, nos aburrimos y cada quien se fue por su lado llegado el momento. Me dolió la facilidad con que encontró nuevo dueño, casi al despedirnos…
Cuando nos hemos encontrado, siento que no me mira. Ha cambiado algo: se ve un tanto descolorida; por fin le enderezaron el trasero, y hasta le han puesto parrilla. El número de matricula es el mismo…
Sergio Ovidio García.
Sueños
El sábado a la noche el delantero soñó que en el partido del día siguiente ejecutaba un penal y era gol porque amagaba y disparaba a la izquierda del arquero que se iba, engañado, hacia su derecha.
El domingo, el árbitro cobró un penal para su equipo y el delantero, que tenía muy presente el sueño, amagó a la derecha y le dio hacia la izquierda del arquero, casi con displicencia, respondiendo a la premonición.
El arquero, que se había volcado justamente hacia su izquierda, no tuvo que hacer mucho esfuerzo para detener la pelota.
El delantero se quedó estático, azorado. La perturbación se multiplicó cuando el arquero, al pasar a su lado, mientras sacaba la pelota le dijo en tono canchero: “los sábados a la noche me tiro a la derecha, los domingos a la tarde, no”.
El sábado a la noche el delantero soñó que en el partido del día siguiente ejecutaba un penal y era gol porque amagaba y disparaba a la izquierda del arquero que se iba, engañado, hacia su derecha.
El domingo, el árbitro cobró un penal para su equipo y el delantero, que tenía muy presente el sueño, amagó a la derecha y le dio hacia la izquierda del arquero, casi con displicencia, respondiendo a la premonición.
El arquero, que se había volcado justamente hacia su izquierda, no tuvo que hacer mucho esfuerzo para detener la pelota.
El delantero se quedó estático, azorado. La perturbación se multiplicó cuando el arquero, al pasar a su lado, mientras sacaba la pelota le dijo en tono canchero: “los sábados a la noche me tiro a la derecha, los domingos a la tarde, no”.
Juan José Panno
Sensible pérdid
Ls cutro vocles quí presentes hemos convocdo est reunión de prens pr confirmrles un notici que er un rumor público y no tiene sumids en el ms hondo pesr. Me refiero l sensible pérdid de nuestr querid compñer, letr precursor de todos los diccionrios: l primer de ls vocles. El dolor y l confusión de este momento no nos permiten ser ms extenss ni brindr ms detlles. Pero, sí mismo declrmos con l myor de ls firmezs que ningún de nosotrs cutro se encuentr enferm ni en peligro. Eso es totlmente flso.
Y hor disculpen pero hoy no vmos poder dr lugr sus pregunts, les rogmos que comprendn l seriedd de este momento y ls dejen pr otr oportunidd. Debemos convocr los poets, los utores, los cntntes, desfío de ver cómo hremos nosotrs cutro pr que ustedes puedn seguir expresndose con l plenitud de siempre. Grcis y buens trdes.
Luis María Pescetti.
Cuento de lunes enloquecido
- He venido a matarlo - dijo el empleado de más antigüedad.
- Sea realista - dijo el banquero, imperturbable -. Piense que veinte años atrás, podría haber comprado un fusil. Quince años atrás, una pistola 32. Diez años atrás, cuchillo de mesa. Pero hoy apenas le alcanza para un alicate, un desafilado y endeble alicate nacional. En suma, usted no está en condiciones de matar a nadie.
- Sin embargo, he venido a matarlo - dijo el empleado.
- Ridícula pretensión la suya - dijo el banquero - Trae usted las manos vacías y no se le notan bultos sospechosos en los bolsillos...
- Aún así, voy a matarlo - dijo el empleado.
- ¿Pero cómo? - dijo el banquero, al fin intrigado - ¿Cómo lo hará usted?
- Así - dijo el empleado y comenzó a desanudarse la vieja y sucia corbata endurecida como una soga.
Sensible pérdid
Ls cutro vocles quí presentes hemos convocdo est reunión de prens pr confirmrles un notici que er un rumor público y no tiene sumids en el ms hondo pesr. Me refiero l sensible pérdid de nuestr querid compñer, letr precursor de todos los diccionrios: l primer de ls vocles. El dolor y l confusión de este momento no nos permiten ser ms extenss ni brindr ms detlles. Pero, sí mismo declrmos con l myor de ls firmezs que ningún de nosotrs cutro se encuentr enferm ni en peligro. Eso es totlmente flso.
Y hor disculpen pero hoy no vmos poder dr lugr sus pregunts, les rogmos que comprendn l seriedd de este momento y ls dejen pr otr oportunidd. Debemos convocr los poets, los utores, los cntntes, desfío de ver cómo hremos nosotrs cutro pr que ustedes puedn seguir expresndose con l plenitud de siempre. Grcis y buens trdes.
Luis María Pescetti.
Cuento de lunes enloquecido
- He venido a matarlo - dijo el empleado de más antigüedad.
- Sea realista - dijo el banquero, imperturbable -. Piense que veinte años atrás, podría haber comprado un fusil. Quince años atrás, una pistola 32. Diez años atrás, cuchillo de mesa. Pero hoy apenas le alcanza para un alicate, un desafilado y endeble alicate nacional. En suma, usted no está en condiciones de matar a nadie.
- Sin embargo, he venido a matarlo - dijo el empleado.
- Ridícula pretensión la suya - dijo el banquero - Trae usted las manos vacías y no se le notan bultos sospechosos en los bolsillos...
- Aún así, voy a matarlo - dijo el empleado.
- ¿Pero cómo? - dijo el banquero, al fin intrigado - ¿Cómo lo hará usted?
- Así - dijo el empleado y comenzó a desanudarse la vieja y sucia corbata endurecida como una soga.
Eugenio Mandrini.
Blues de la percha
Durante el día la vida bulle fuera del cuarto. Voces, risas, gritos. Pasos que se acercan y se alejan, bajan escaleras. Dentro, un poco de sol se cuela por los listones de la persiana, mancha la pared, rueda sobre la cama y desaparece.
Cuando los sonidos se aquietan, ella se levanta. Entreabre la ventana, hierve agua para el té y lo bebe a sorbos mientras se peina y se maquilla.
Hay hastío en su mirada y desdén en la curva de su boca. Entre el desorden de las cosas, una flor sobrevive en un vaso, casi sin agua; los vestidos transitan la cama o el respaldo de las sillas, nunca en su lugar.
Se marcha al atardecer. A la hora en que las voces se ocultan entre paredes, y la luz es otra.
La noche restituye oscuridad al cuarto. Algún mueble cruje —los años y la humedad han hecho lo suyo en la madera—, y en la mesa de luz el reloj continúa, estricto, el conteo de las horas.
Amanece el rumor de un auto en la calle. En la pieza, cada objeto define, moroso, su contorno, y los pasos que regresan se detienen del otro lado de la puerta. Chirría la llave en la cerradura y ella entra. Tira la cartera sobre la cama y se queda quieta de pie, los brazos y la tristeza colgando a los lados del cuerpo. La luz amarilla de la lámpara marca, cruel, su cara.
Antes de acostarse, ausente y lenta, se desnuda ante el espejo.
La puerta del armario no se cierra del todo, y yo espío.
Blues de la percha
Durante el día la vida bulle fuera del cuarto. Voces, risas, gritos. Pasos que se acercan y se alejan, bajan escaleras. Dentro, un poco de sol se cuela por los listones de la persiana, mancha la pared, rueda sobre la cama y desaparece.
Cuando los sonidos se aquietan, ella se levanta. Entreabre la ventana, hierve agua para el té y lo bebe a sorbos mientras se peina y se maquilla.
Hay hastío en su mirada y desdén en la curva de su boca. Entre el desorden de las cosas, una flor sobrevive en un vaso, casi sin agua; los vestidos transitan la cama o el respaldo de las sillas, nunca en su lugar.
Se marcha al atardecer. A la hora en que las voces se ocultan entre paredes, y la luz es otra.
La noche restituye oscuridad al cuarto. Algún mueble cruje —los años y la humedad han hecho lo suyo en la madera—, y en la mesa de luz el reloj continúa, estricto, el conteo de las horas.
Amanece el rumor de un auto en la calle. En la pieza, cada objeto define, moroso, su contorno, y los pasos que regresan se detienen del otro lado de la puerta. Chirría la llave en la cerradura y ella entra. Tira la cartera sobre la cama y se queda quieta de pie, los brazos y la tristeza colgando a los lados del cuerpo. La luz amarilla de la lámpara marca, cruel, su cara.
Antes de acostarse, ausente y lenta, se desnuda ante el espejo.
La puerta del armario no se cierra del todo, y yo espío.
María Delia Marchando
Relato breve. Antología. Piso 12 Ediciones.
Incisiones
En la oscuridad siento que algo pasa volando. No lo veo, pero siento el frío que deja su aleteo y escucho el ritmo de sus alas. Al sentir esta presencia nocturna, la joven despierta de su sueño sagrado. Cuando por fin sus ojos se acostumbran a la oscuridad descubre la figura de un hombre. La sombra le hace salir un suspiro que suena como una válvula de escape. Ágilmente el dueño de la sombra se coloca cerca de la joven que enmudece presa de los nervios.
La sombra y su propietario hechos un solo cuerpo cubren a la joven con abrazos y besos apasionados. La joven se entrega al embrujo de los besos. Los suspiros se hacen más grandes acompañados de gemidos. En su cuello siente incisiones que la desmayan de placer. Mientras caía en un sopor no se dio cuenta que el ser extraño alzó vuelo. La sombra lo seguía por el suelo.
Relato breve. Antología. Piso 12 Ediciones.
Incisiones
En la oscuridad siento que algo pasa volando. No lo veo, pero siento el frío que deja su aleteo y escucho el ritmo de sus alas. Al sentir esta presencia nocturna, la joven despierta de su sueño sagrado. Cuando por fin sus ojos se acostumbran a la oscuridad descubre la figura de un hombre. La sombra le hace salir un suspiro que suena como una válvula de escape. Ágilmente el dueño de la sombra se coloca cerca de la joven que enmudece presa de los nervios.
La sombra y su propietario hechos un solo cuerpo cubren a la joven con abrazos y besos apasionados. La joven se entrega al embrujo de los besos. Los suspiros se hacen más grandes acompañados de gemidos. En su cuello siente incisiones que la desmayan de placer. Mientras caía en un sopor no se dio cuenta que el ser extraño alzó vuelo. La sombra lo seguía por el suelo.
Mario Lange.
Luna
Jacobo, el vecino tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
- ¡Chist! — cuchicheó el farmacéutico a su mujer — Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
- Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
- ¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con persianas apestilladas.
- Y... alguien podría bajar desde la azotea.
- Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas.
- Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces “tarasá” para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces “tarasá”, se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.
Jacobo, el vecino tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
- ¡Chist! — cuchicheó el farmacéutico a su mujer — Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
- Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
- ¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con persianas apestilladas.
- Y... alguien podría bajar desde la azotea.
- Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas.
- Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces “tarasá” para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces “tarasá”, se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.
Enrique Anderson Imbert.
Escabeche de berenjenas
La casa estaba a oscuras, en medio de la noche casi blanca y de un silencio sepulcral. El hombre bajó del caballo y comenzó a llamarla a los gritos y con insultos, como de costumbre. De un puntapié abrió la puerta, lo recibió el olor inconfundible del escabeche de berenjenas. Era su plato preferido; ella lo preparaba como nadie, aunque él nunca se lo dijo.
Siguió avanzando sin dejar de blasfemar y de un manotazo corrió la cortina que separaba los ambientes. La ventana estaba abierta y pudo verla a la luz de la luna. Su sorpresa duró apenas un instante. “Infeliz”, murmuró con desprecio y, quitándose el cuchillo que llevaba en la cintura, de un solo tajo corrió la soga. El cuerpo inerte de la muchacha se ovilló en el suelo. Salió de la pieza sin mirarla.
Al pasar frente al aparador se detuvo; frascos de diferentes tamaños, en fila sobre un estante, lo estaban esperando. Los acomodó cuidadosamente en una bolsa de cuero y se fue hacia la noche. No sabía que llevaba consigo a su propia muerte, repartida en pequeñas dosis de veneno.
Escabeche de berenjenas
La casa estaba a oscuras, en medio de la noche casi blanca y de un silencio sepulcral. El hombre bajó del caballo y comenzó a llamarla a los gritos y con insultos, como de costumbre. De un puntapié abrió la puerta, lo recibió el olor inconfundible del escabeche de berenjenas. Era su plato preferido; ella lo preparaba como nadie, aunque él nunca se lo dijo.
Siguió avanzando sin dejar de blasfemar y de un manotazo corrió la cortina que separaba los ambientes. La ventana estaba abierta y pudo verla a la luz de la luna. Su sorpresa duró apenas un instante. “Infeliz”, murmuró con desprecio y, quitándose el cuchillo que llevaba en la cintura, de un solo tajo corrió la soga. El cuerpo inerte de la muchacha se ovilló en el suelo. Salió de la pieza sin mirarla.
Al pasar frente al aparador se detuvo; frascos de diferentes tamaños, en fila sobre un estante, lo estaban esperando. Los acomodó cuidadosamente en una bolsa de cuero y se fue hacia la noche. No sabía que llevaba consigo a su propia muerte, repartida en pequeñas dosis de veneno.
Ursula Buzio “En frasco chico”. Editorial Colihue
Twice-told tale (1)
Perseguido por la banda de terroristas Malcolm corrió y corrió por las calles de esa ciudad extraña. Eran casi las doce de la noche. Ya sin aliento se metió en una casa abandonada. Cuando sus ojos, se acostumbraron a la oscuridad vio, en un rincón, a un muchacho todo asustado.
- ¿A usted también lo persiguen?
- Sí - dijo el muchacho.
- Venga. Están cerca. Vamos a escondernos. En esta maldita casa tiene que haber un desván... Venga.
Ambos avanzaron, subieron unas escaleras y entraron en un altillo.
- Espeluznante, ¿no? - murmuró el muchacho, y con un pie empujó la puerta. El cerrojo, al cerrarse sonó con un clic exacto limpio y vibrante.
- ¡Ay, no debió cerrarla! Ábrala otra vez ¿Cómo vamos a oírlos, si vienen?
El muchacho no se movió.
Malcom, entonces, quiso abrir la puerta, pero no tenía picaporte. El cierre, por dentro, era hermético.
- ¡Dios mío! Nos hemos quedado encerrados.
- ¿Nos? - dijo el muchacho - Los dos, no; solamente uno.
Y Malcom vio como el muchacho atravesaba la puerta y desaparecía.
Perseguido por la banda de terroristas Malcolm corrió y corrió por las calles de esa ciudad extraña. Eran casi las doce de la noche. Ya sin aliento se metió en una casa abandonada. Cuando sus ojos, se acostumbraron a la oscuridad vio, en un rincón, a un muchacho todo asustado.
- ¿A usted también lo persiguen?
- Sí - dijo el muchacho.
- Venga. Están cerca. Vamos a escondernos. En esta maldita casa tiene que haber un desván... Venga.
Ambos avanzaron, subieron unas escaleras y entraron en un altillo.
- Espeluznante, ¿no? - murmuró el muchacho, y con un pie empujó la puerta. El cerrojo, al cerrarse sonó con un clic exacto limpio y vibrante.
- ¡Ay, no debió cerrarla! Ábrala otra vez ¿Cómo vamos a oírlos, si vienen?
El muchacho no se movió.
Malcom, entonces, quiso abrir la puerta, pero no tenía picaporte. El cierre, por dentro, era hermético.
- ¡Dios mío! Nos hemos quedado encerrados.
- ¿Nos? - dijo el muchacho - Los dos, no; solamente uno.
Y Malcom vio como el muchacho atravesaba la puerta y desaparecía.
Enrique Anderson Imbert.
(1) “cuento contado dos veces”
Medio día de suerte
Luis no era nada, no valía nada. Y para colmo era el hombre con más mala suerte del mundo. Subió un escalón para ver cómo se veía la gente veinte pisos abajo: se mareó. Pero suicidarse era de cobardes y él no se consideraba ningún cobarde: bajó la cornisa. Por otro lado, para suicidarse había que tener huevos, y Luis sí que tenía huevos: subió a la cornisa. Y después bajó. Y luego subió otra vez. Porque, además de todo, Luis también era inseguro. Subió y bajó durante todo el día.
Al anochecer se sintió exhausto pero feliz, vivo. Por primera vez experimentaba la gratificante sensación de haber hecho algo útil con su cuerpo. Corriendo y silbando bajó quince pisos por escalera. Un vecino casi no lo reconoció. Eufórico, entró en su casa, se quitó la ropa transpirada y, deseoso de brindar consigo mismo, con el nuevo Luis, fue a la heladera en busca de algo fresco.
La abrió descalzo.
Santiago Álvarez.
“En frasco chico”. Editorial Colihue.
Por escrito gallina una
Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rápidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente cohete lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a.
Cresta nos cayó en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura para la somos de historia, química menos un poco, desastre ahora hasta deportes, no importa pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué.
(1) “cuento contado dos veces”
Medio día de suerte
Luis no era nada, no valía nada. Y para colmo era el hombre con más mala suerte del mundo. Subió un escalón para ver cómo se veía la gente veinte pisos abajo: se mareó. Pero suicidarse era de cobardes y él no se consideraba ningún cobarde: bajó la cornisa. Por otro lado, para suicidarse había que tener huevos, y Luis sí que tenía huevos: subió a la cornisa. Y después bajó. Y luego subió otra vez. Porque, además de todo, Luis también era inseguro. Subió y bajó durante todo el día.
Al anochecer se sintió exhausto pero feliz, vivo. Por primera vez experimentaba la gratificante sensación de haber hecho algo útil con su cuerpo. Corriendo y silbando bajó quince pisos por escalera. Un vecino casi no lo reconoció. Eufórico, entró en su casa, se quitó la ropa transpirada y, deseoso de brindar consigo mismo, con el nuevo Luis, fue a la heladera en busca de algo fresco.
La abrió descalzo.
Santiago Álvarez.
“En frasco chico”. Editorial Colihue.
Por escrito gallina una
Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rápidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente cohete lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a.
Cresta nos cayó en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura para la somos de historia, química menos un poco, desastre ahora hasta deportes, no importa pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué.
Julio Cortázar.
“La vuelta al día en ochenta mundos” - 1967
El Rey de la Cumbre
Inició el ascenso, la mirada clavada en la cima. Había estudiado las rutas posibles: la normal, que no ofrecía nuevos desafíos; y la que por fin tomó – la lateral -, debido a que su ladera de hierros y maderas cruzadas era la más exigente. Poco a poco, las cumbres cercanas se empequeñecían, empujadas por él hacia abajo. El panorama se desplegó: un amanecer en abanico. Desde allí controlaba todo lo que su vista podía abarcar. En ese instante dejó de ser niño, dejó de ser hombre: contemplaba la libertad desde sus ojos. Estaba en la cima, había encontrado el lugar elegido. Se preguntó – y supo que la incógnita se repetiría muchas veces en su historia -: “¿Siempre es mejor estar más arriba?
Y llegó el momento del descenso, de volver al plano acostumbrado, a los pasos seguros, al paisaje conocido. Sólo debía decidir cómo provocar a la ladera en el declive final. Optó por acostarse y sentir al ras esa brisa constante en la cara.
Y su inspiración perduró hasta que aterrizó de panza en el arenero.
Se levantó, se sacudió. Como un exitoso escalador se despidió de esa montaña. No veía en ella hierros y madera. Sí rocas, sí nieve, el vértigo de las alturas.
Mientras se alejaba, sonreía con orgullo. Invitaba al resto de los juegos a que lo reverenciaran como a quien era: el Rey de la Cumbre de la Plaza
Fabián Zaionz (inédito)
“En frasco chico”. Editorial Colihue
El Rey de la Cumbre
Inició el ascenso, la mirada clavada en la cima. Había estudiado las rutas posibles: la normal, que no ofrecía nuevos desafíos; y la que por fin tomó – la lateral -, debido a que su ladera de hierros y maderas cruzadas era la más exigente. Poco a poco, las cumbres cercanas se empequeñecían, empujadas por él hacia abajo. El panorama se desplegó: un amanecer en abanico. Desde allí controlaba todo lo que su vista podía abarcar. En ese instante dejó de ser niño, dejó de ser hombre: contemplaba la libertad desde sus ojos. Estaba en la cima, había encontrado el lugar elegido. Se preguntó – y supo que la incógnita se repetiría muchas veces en su historia -: “¿Siempre es mejor estar más arriba?
Y llegó el momento del descenso, de volver al plano acostumbrado, a los pasos seguros, al paisaje conocido. Sólo debía decidir cómo provocar a la ladera en el declive final. Optó por acostarse y sentir al ras esa brisa constante en la cara.
Y su inspiración perduró hasta que aterrizó de panza en el arenero.
Se levantó, se sacudió. Como un exitoso escalador se despidió de esa montaña. No veía en ella hierros y madera. Sí rocas, sí nieve, el vértigo de las alturas.
Mientras se alejaba, sonreía con orgullo. Invitaba al resto de los juegos a que lo reverenciaran como a quien era: el Rey de la Cumbre de la Plaza
Fabián Zaionz (inédito)
“En frasco chico”. Editorial Colihue
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